Realmente es posible lograr un renacimiento en las relaciones de pareja para mantener esa llama, o volverla a encender.
Por Antonio Orozco
Entrevista con Monseñor Cormac Burke
Juez de la Rota Romana
Cormac Burke es sacerdote irlandés, abogado, doctor en Derecho Canónico y juez de
la Rota Romana
(el tribunal de última instancia que juzga las causas de nulidad). Vivió veinte años entre Europa y Estados Unidos, diez en África y ahora reside en Roma. Su experiencia en humanidad se advierte no sólo por la cantidad de idiomas que habla –puede conversar literalmente con «todo el mundo»–, sino también por el realismo sin inhibiciones con que aborda los temas relacionados con la familia.
Lejos de lo que podría pensarse a la vista de tantas noticias de matrimonios «fracasados», de familias «rotas», la verdad es que hay muchas más que no son «noticia», porque están enteras y felizmente unidas. Sucede, sin embargo –según dice el escritor José Luis Olaizola– que «la mayoría de directores que están al frente de medios de comunicación –prensa, radio, televisión–, o los que contribuyen a formar opinión a través del cine, la literatura, el teatro, y hasta la música, tienen graves problemas personales de familia que acaban proyectándolos en la sociedad… Pero esto no quiere decir que la familia no esté sufriendo gravísimos embates».
Encontramos a Monseñor Burke siempre amablemente dispuesto a responder a nuestras preguntas. Recabamos su opinión sobre el punto al que se debiera prestar más atención cuando se quiere defender en concreto la institución familiar.
Fuerza y debilidad de la familia
–Para comprender mejor tanto la fuerza como la debilidad de la familia, hay que volver una y otra vez a sus orígenes. ¿Qué es la familia?, ¿de dónde viene y a dónde va? Juan Pablo II lo ha expresado de un modo muy claro y sugestivo, aunque misterioso: Dios, en la intimidad de su Ser perfectísimo y trascendente, «es Familia». En Dios hay paternidad (Dios Padre); hay filiación (Dios Hijo), y la esencia de la familia que es el amor (Dios Espíritu Santo). Dios es Uno por naturaleza y Trino en personas. Es un misterio que, cuando se conoce, arroja mucha luz sobre todas las cosas. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza: lo crea no en soledad, sino, cabe decir, «en familia»; crea hombre y mujer, para formar la gran familia humana, reflejo de la divina.
La esencia de la familia humana, como sucede en la divina, es el amor. El auténtico amor humano es reflejo del amor divino: entrega, donación, de una persona a otra. El amor es, en cierto sentido, salir de sí mismo, para vivir por otro y para otro. La paradoja del ser personal es ésta: la persona sólo se encuentra a sí misma saliendo de sí misma, viviendo en y para otras. Esto, aunque nos hayamos remontado a su origen sobrenatural (la relación entre las Personas divinas), es lo natural en la familia humana. Si se comprende, se entiende también que la única grave amenaza para la familia es la misma que tiene el amor. Esto es, el egoísmo, que lleva a centrarse en uno mismo, a encerrarse en sí mismo, a preocuparse de sí mismo, a vivir para sí mismo, en definitiva, a caminar contracorriente del amor. Vivir uno al lado de otro no basta para poder hablar de amor. Entregar «algo», por ejemplo, el cuerpo, no justifica el empleo de esta palabra tan grande: amor. Amor es dar no cosas sino darse la persona entera. Esto se realiza del modo más sensible en el matrimonio. Por eso es indisoluble, porque la donación es entera y sólo puede ser entera si lo es para toda la vida. No basta la atracción erótica, que anhela la posesión sin casi nada más. Esa atracción es superficial y egoísta. Es claro que sobre una base tan movediza no puede edificarse nada sólido.
–Pero hay parejas que se enamoraron, que se entregaron de verdad y después experimentan el desencanto, la ruptura, al parecer sin remedio.
–Enamorarse es bastante fácil. Lo difícil es mantenerse enamorado. Pero cuando se escoge a alguien como esposo o esposa, el enamoramiento se convierte en amor conyugal, comprometido, definitivo, dispuesto a sacrificios sin cuento, y se obtienen fuerzas suficientes para recomenzar. Sucede a veces que alguien se casa calculando mal; pensando: «¿esta persona me hará feliz según lo que yo quiero?». Pasados los años dice: «Ah, no me está haciendo feliz como yo quería, entonces la abandono y tengo derecho a dejarla». ¡Pero eso no es el matrimonio! El matrimonio es aceptar a la otra persona para bien o para mal. Es incondicional, con cambios y todo. O se mantiene el concepto de amor permanente indisoluble o no hay entrega completa nunca. Cuando la hay, aunque parezca difícil, es posible resucitar el amor.
«Resucitar» el amor
–¡Habla usted de «resucitar»!. ¿Cómo puede operarse semejante «milagro» en un matrimonio «roto», por seguir con la sólita expresión?
— Todos somos aprendices del amor; y el matrimonio es su mayor escuela, donde los esposos se casan porque se aman, pero también para amarse siempre. La base de ese amor no puede ser una «pasión» pasajera, sino una voluntad sólida. De ahí que sea necesario el «noviazgo», que no tiene los derechos ni los deberes ni las manifestaciones del matrimonio, porque no lo es. Hay que forjar la voluntad, hay que elaborar un amor rigurosamente «personal», hecho de ilusión por hacer feliz a la persona elegida. Los que se casan deben saber que tendrán que luchar por mantener esa ilusión, ese amor personal. Quien no quiera esto, nunca será feliz, porque lleva dentro el egoísmo, porque no ha «salido» de sí mismo.
Lo normal es «recuperar» el amor con un acto de humildad, reconociendo en la persona de la mujer o del marido, esto: una persona, por la que vale la pena dar la vida. Que realmente vale la pena es cierto en cualquier caso, porque la persona es siempre imagen de Dios. Podríamos añadir: Dios Hijo ha dado su vida humana por ella. Además, esa persona ha sido elegida libremente –por amor–, para centrar la plena donación personal que implica el matrimonio. Con la luz de la fe es más fácil, porque siempre se puede ver y redescubrir lo que acabo de decir: la imagen de Dios que «es», aunque a primera vista no se vea.
–Supongamos que estamos ya en plena crisis. ¿Cómo se activa, en la práctica, la «resurrección» del amor?
–La humildad –que es andar en verdad, como escribió magistralmente Santa Teresa– dispone a reconocer el valor del otro cónyuge como lo que es; y permite lo que el orgullo o el egoísmo impiden: la dignidad de pedir perdón. Lo normal es que las murallas se desplomen con un «perdóname, estaba cansado, nervioso, no sabía lo que me hacía o decía…». Entonces, la otra persona reconoce –es preciso que así sea– que también tenía parte de culpa, y vence a su vez el propio orgullo, y abre paso a la oportunidad de que se restablezca el amor. Se debe perdonar en todo; eso es amor.
Una regla de oro: Perdonar
–Pero hay cosas que parecen imperdonables.
–Sí, porque toda persona es capaz de muchas y grandes barbaridades. Por, ejemplo, el marido ha cometido alguna infidelidad. Si después la mujer es capaz de perdonarle, él, por eso mismo, ve que tiene una mujer realmente generosa; y vuelve a amarla mucho más que antes, con más intensidad. Esto sucede, y confirma que todos los fracasos de la vida, de orden personal, son debidos al orgullo, a no tener ganas de reconocer el error, de pedir o dar perdón.
–Entonces, ¿habríamos de concluir que el «fracaso» es siempre culpable?
–El amor no puede hundirse sin ninguna causa ni responsabilidad previas. El amor es básico en un matrimonio, pero, insisto, se trata de un amor voluntario, no de un amor sentimental. En el amor conyugal hay un componente esencial, que es la sexualidad; y en ella debe haber pasión. Pero hay que tener claro que la pasión no es el amor. El amor es mucho más. Los que reducen el amor a sexualidad están en un error mayúsculo. Sucede que la pasión puede ser una expresión de amor; pero también puede ser su negación, si es posesiva. En este caso no hay amor a la otra persona sino sólo amor de sí, egoísmo. Las personas tienen que aprender a usar la sexualidad como un aspecto realmente humano de la vida. El amor que «sirve» para iniciar un matrimonio, si pudiera utilizarse esa expresión, es el que está dispuesto a enfrentarse con las dificultades. Si se hunde el amor es porque se ha dejado hundir; se hunde por alguna culpa, por descuidos que hubieran debido evitarse.
–Los parientes y amigos, ¿juegan algún papel en estos casos?
–A veces sí. Por desgracia no siempre positivamente. En lugar de aconsejar con sentido común se dejan llevar por el clima de inmoralidad generalizada, por el escepticismo o un cómodo desaliento. Cuando llega el inevitable momento de diferencias o de riñas, a veces muy fuertes, los parientes de los cónyuges, después los vecinos, los consejeros, psicólogos, sacerdotes…, tienen una gran responsabilidad. Deben tener muchísimo cuidado, porque pueden ser los que digan la palabra que hunda al matrimonio. Las personas normales se casan por amor, pero sabiendo que existen defectos por ambos lados y que con un poco de paciencia se sale adelante. Ese optimismo es importante.
–¿Y los hijos…?
–Creo que uno de los factores que más pueden mantener el amor son los hijos. En ese sentido los hijos no son «opcionales» para el matrimonio. No es verdad que sean causa de desavenencias entre marido y mujer, si viven a fondo su matrimonio. La gente se cansa por muchas cosas o llega con nervios a casa porque ha acumulado demasiada tensión en el trabajo. Entonces culpa a los niños. Y trata de relajarse haciendo deporte. Pero no hay nada mejor para serenarse que los hijos. Ellos existen para que los padres saquen gozo de ellos y para que se mantengan unidos, porque son suyos. Un matrimonio que no llega a descubrir esta gran verdad es muy posible que fracase, porque su escala de valores no es acertada y les traicionará tarde o temprano. Por eso es que los hijos, si la naturaleza no lo impide, no son opcionales, sino el soporte mismo del matrimonio.
El papa Juan Pablo II ha señalado que la gran misión de las familias es salvar el amor. Vivir en una familia es aprender a convivir, a ofenderse y luego a perdonar. Volvemos al perdón (un don muy grande). Es muy importante que los padres sepan pedir perdón a los hijos cuando ejerciendo su autoridad cometen errores. Sí, ganan autoridad, porque han dado el ejemplo de una persona que sabe explicar, dar razones. El padre que no está dispuesto a hacer esto es orgulloso y no está formando bien a los hijos.
Matrimonios nulos
–Como es bien sabido, hay «matrimonios nulos». Lo que no se sabe tan bien es que
la Iglesia
no «anula» matrimonios, sino que juzga y declara que en ciertos casos nunca ha habido matrimonio. Me lo explico con el ejemplo del árbitro de un partido de fútbol: se guardará muy mucho de anular un gol, por más que así se exprese todo el mundo. Lo único que puede hacer es juzgar que lo que parecía gol no lo es, porque el balón entró en fuera de juego. Usted, por su cargo en
la Rota Romana
, tiene que juzgar sobre la posible nulidad de algunos matrimonios. ¿Cuáles son las causas de nulidad más frecuentes?
–Una se da cuando alguien, engañando al otro desde el comienzo, acepta sólo en apariencia los bienes esenciales del matrimonio, que son la permanencia del vínculo, la exclusividad de la relación y la apertura a la prole. La incapacidad consensual, frecuentemente esgrimida, sólo puede darse en presencia de alguna anomalía psíquica. Por ejemplo, la sola inmadurez, a pesar de lo que a menudo parece pensarse, no sería suficiente.
–Hay casos de nulidad que han dado mucho de qué hablar. Recuerdo, aunque ya hace años, por poner un ejemplo muy conocido, el de Carolina de Mónaco.
–Como parte del tribunal puedo decir que no hubo ninguna presión sobre nosotros y sobre lo que convenía hacer. Teníamos que hacer justicia aunque la gente criticara. La presión venía por ese lado. La causa se convirtió en una de las más largas; duró diez años. Pero, por ser rica y conocida, ¿íbamos a negarle lo que era de justicia?
–Aunque sea poco serio, con perdón: ¿qué diría a quienes pretenden que los sacerdotes, comenzando por el Papa, por ser célibes, no pueden entender a fondo los problemas conyugales, o sexuales en general?
–Que, según semejante óptica, los médicos no podrían hablar de la tuberculosis a no ser que hubieran experimentado en su propia carne los efectos del bacilo de Koch.