Autor: N. Naranjo
Sabemos que, muchas veces, perdonar no es fácil. Pero quizá para algunos sea especialmente difícil perdonarse a sí mismos. Y están tristes porque no se perdonan sus propios fracasos, porque alimentan sus errores dándoles vueltas en su memoria, porque parece que se empeñan en mantener abiertas sus propias heridas, porque se culpan de todo lo malo que ocurre en su entorno… Son como cadenas que se ponen a sí mismos, cárceles en las que se encierran voluntariamente.
A lo mejor están tristes y sienten dentro del corazón como una especie de lanzada que les amarga la existencia, porque cargan con una responsabilidad que no les corresponde, por un fracaso que no es suyo, al menos en su totalidad.
Sucede a veces, por ejemplo, con la educación de los hijos. Unas veces se falla porque se hace mal, otras porque hay circunstancias ajenas que lo estropean sin culpa de los padres, y otras, simplemente porque los hijos son libres y son muchos los mensajes que reciben además de los de sus padres.
En cualquier caso, la solución nunca es dejarse consumir por la tristeza, sino rectificar en lo posible el rumbo, procurar aprender, intentar recuperar el terreno que se haya perdido, mirar al futuro con esperanza, pero sobre todo, HACIENDO lo que se estime como lo más conveniente.
La falta de perdón para uno mismo suele generar tristeza, y una y otra tienen su origen en el orgullo. ¡Qué gran error!, si supieras que perdonar te libera de tanto resquemor interior…!
Y así como el orgullo del que es simplemente vanidoso, o de quien está pegado de sí mismo, es el más corriente y menos peligroso; pasarse la vida dando vueltas a los propios errores suele ser señal de un orgullo más refinado y destructivo.
Es preciso aprender a aceptarse serenamente a uno mismo. Aceptarse, que nada tiene que ver con una claudicación en la inevitable lucha que siempre acompaña a toda vida bien planteada, sino que es encontrar un sensato equilibrio entre exigirse y comprenderse a uno mismo.
Conociéndose un poco es fácil saber cómo hacer frente a esos desánimos que acompañan a los propios errores y fracasos. Son instantes de hundimiento y de desazón, bajones de ánimo que pretenden ganarnos la partida de la vida.
Conviene pararse a pensar en las razones que los producen. A veces nos avergonzará ver cómo pueden desanimarnos contratiempos tan nimios; cómo cosas de tan poca importancia pueden hacernos pasar de la euforia al abatimiento, o viceversa, de forma tan rápida.
Para superarlos, conviene hacer un esfuerzo de reflexión, un serio intento para ser objetivo, para ver cómo alejar esas sombras de pesimismo que asaltan inadvertidamente a todos y que tantas veces no dejan ver la cara soleada de la vida, nuestros aspectos más preciados, nuestros valores, tantas y tantas ocasiones, ocultos por ese desmedido empeño en recordarnos sólo los aspectos negativos de la vida.